Lo bello, los vellos: diario de no depilación
A los 14 años me encerré en el baño, agarré una Gillette que no sabía bien si era de mamá o de papá, levanté la pierna, la apoyé en la pileta, me puse un poco de agua jabonosa y pasé la maquinita hacia arriba.
No sabía cómo eliminar las pruebas del crimen, así que limpié las hojillas en mi dedo índice, despacio, para sacar los pelos que habían quedado atrapados. Se me levantaron tres rayitas de piel, pero no sangré.
Repetí la operación hasta que las piernas quedaron libres de vello y las manos llenas de cortes —lógicamente, los índices se agotaron rápido y tuve que recurrir al resto de los dedos—.
Todo el secretismo de la operación fue infructífero. Mi madre se dio cuenta de lo que había hecho, probablemente porque tenía varios puntos de sangre alrededor de los tobillos, la zona más complicada de depilar.
No recuerdo haber charlado del tema con mi madre antes de ese día. No recuerdo por qué decidí que ya era hora de sacarme los pelos para parecerme a las adultas de piernas brillantes y sedosas. Ninguna mujer que yo conociera tenía pelos.
Entre que ya estoy grande y que no puede ser que te cortes los dedos y que no sabía cómo hacerlo y que te va a arder y que me pica y que no te pusiste suficiente jabón y que la mar en coche pasó mi viaje iniciático en el universo de la depilación.
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A los 15 incursioné un par de veces en esa máquina que se enchufa y te arranca hasta las ganas de vivir. Varias mujeres de mi familia la usaban —la usan— sin sentir dolor, con total naturalidad. Así que dije, bueno, vamos a ver qué tal esto. El horror. La sensación era una mezcla de picazón con ardor con la certeza de que me estaban sacando la piel. Después me llené de granitos. Método descartado.
La cera la probé a los 16. Nos íbamos de vacaciones a la playa con mi familia y pensé que era la mejor opción sacarme de una los pelos y que no me crecieran hasta la vuelta. Fui a la depiladora a la que iba mi madre. Me puso un poco de cera y uno de esos papeles infernales que se pegan a ella. Cuando tiró del papel, la sensación era una mezcla de certeza de que me estaban arrancando la piel con ardor con picazón. Después me llené de granitos. Método —parcialmente— descartado.
Después de esas pruebas fallidas, lo único que soportaba era la maquinita de afeitar. En la comparación costo-beneficio, prefería enfrentarme al monstruo de los pelos cada vez más negros y gruesos que al dolor insoportable.
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Todas las mujeres se depilan
Yo soy mujer
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Yo me depilo
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A los 17 decidí que lo mejor era hacerme depilación definitiva. Me crecía muchísimo pelo en todos lados —no por la Gillette, siempre fui así— y me tenía harta tener que pasarme la maquinita tan seguido. “Total, me voy a tener que depilar toda la vida. Prefiero sacarme esto de arriba ahora, creo que a largo plazo termino ahorrando plata”, le dije a mi madre.
No podía ni quería pagar $ 3000 por sesión, así que agarré viaje con una promo de 12 sesiones a $990. Hace poco alguien me explicó la diferencia entre láser y luz pulsada y por qué esta última no sirve para nada, pero yo en ese momento no sabía.
Tenía que ir con el pelo un poco crecido, pero no mucho. Me recostaba en la camilla, me ponía unos lentes especiales para no quedar ciega con la luz esa y una mujer —eran todas mujeres las que trabajaban ahí— me embadurnaba toda con un gel transparente antes de pasarme un piripicho con luz que me quemaba un poco. Era un dolor soportable, digamos.
12 sesiones después, me crecían menos pelos. Nunca se me fueron todos, así que de definitiva no tuvo mucho, pero había bajado la cantidad. Yo seguí con mi querida Gillette sacando los que todavía me crecían. El idilio duró poco. Al tiempo, ya estaba como antes del procedimiento. En fin, plata tirada a la basura.
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En 2017 no tenía ganas de depilarme. Para mí hubo un punto de quiebre el día que me pregunté: ¿me depilo porque quiero?, y la respuesta fue no. Ahí comenzó el viaje. Lo difícil vino después.
Aproveché que estaba sola en otro país y era invierno para hacer un experimento. No me depilé más las piernas.
La primera barrera que enfrenté fue personal. No me gustaba verme con pelos. Ya en ese momento quise abandonar, apelando a la estética: “No es un tema de obligación, es que no me gusta”, anoté en un diario que llevaba en ese momento. Pero sabía, en el fondo, que no me gustaba porque me habían enseñado que era feo. Que no me gustaba porque jamás había visto a una adulta con las piernas llenas de pelos. Que no me gustaba porque la belleza siempre se asoció a mujeres depiladas. Que no me gustaba porque no gustaba.
Recuerdo que en ese momento alguien me dijo que con los pelos era como con la comida. Si a alguien no le gustaba el tomate, no había con qué darle. Bastaría con preguntarle a 20 personas si les gusta el tomate y si les gustan las mujeres que no se depilan y las estadísticas hablarían solas. No hay ningún discurso social instalado de que el tomate es asqueroso; sí lo hay con respecto a la no depilación. Si se hiciera una campaña publicitaria masiva y constante sobre lo horrible que es el tomate, si las figuras públicas de referencia empezaran a rechazarlo de forma explícita, si se atacara a la gente que dice que le gusta, no tengan dudas de que el tomate pasaría a ser la fruta menos consumida del planeta Tierra.
Vuelvo a mí. Los primeros meses de no depilarme fueron motivados por la militancia. Estaba luchando contra lo que me dijeron que tenía que ser y, aunque no me gustaba, sabía que había un fin mayor. Era invierno, así que andaba de pantalón: eso ayudaba.
Como era consciente de que el disgusto era construido, empecé por naturalizar la cuestión. Cuando me bañaba, me quedaba observando mis piernas por un rato, las tocaba, las miraba en el espejo. Un día se me dio por sacarles una foto. Y así.
De a poco, el disgusto empezó a desaparecer. Los humanos nos acostumbramos a todo. Era obvio que esto no iba a ser la excepción.
A veces, cuando me da cierta vergüenza, pienso en cómo me siento: libre, feliz y sexy. Sí, sexy también. Y, la verdad, me da gracia imaginar lo que se le cruza por la cabeza a la gente que me ve y no puede disimular el asombro y el asco. Sé que si me depilara hoy sería por obligación y solo imaginarlo me hace sentir muy mal. En esto, prefiero traicionar los valores de la sociedad que traicionarme.
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Acá entra la segunda barrera: lo vincular. Yo había decidido encarar ese camino estando sola en otro país, pero sabía que cuando volviera mi cuerpo iba a ser visto desnudo por mi compañero. Y eso, aunque quisiera negarlo, me condicionaba.
Una amiga me contó, charlando sobre este tema, que ella jamás le dio cabida a su compañero para opinar sobre sus pelos, así que no podía aconsejarme mucho sobre cómo encarar la situación. Hasta hoy me resulta admirable. Pero cada una lleva las cosas como puede, así que yo hablé con mi compañero. Le dije que no me quería depilar más y me dijo: “Es tu cuerpo”. Tuve —tengo— esa suerte de caminar al lado de un hombre consciente del sexismo, que me ama más cuanto más libre me ve.
Igual yo me seguía persiguiendo un poco. Antes de volver me depilé para que el choque no fuera tan fuerte. Mi amiga, la de la anécdota anterior, me dijo que estaba bien si sentía que quería hacer eso. Y sí, tampoco es cuestión de andarse inmolado. Una ve hasta dónde puede dar.
Así que llegué depilada, pero no me depilé más. Él vio todo el proceso de crecimiento del pelo. No sé cómo se habrá sentido, de eso sí no hablamos. Sé que era la primera vez en su vida que estaba con una mujer que decidía no depilarse. Entiendo que si para mí fue un proceso de meses naturalizar mis pelos, para él también lo debe de haber sido. Pero jamás me manifestó incomodidad, o inquietud, o que se hubiese coartado su deseo por mi decisión.
Una vez, ya acá, le escribí a otra amiga porque me puse a pensar en que a él, aunque lo aceptara, seguro no le gustaba. Ella me dijo:
—Pero a vos tampoco te gustan los pelos de sus piernas, ¿no?
—Yo qué sé, no me lo cuestiono. Los tiene y ta.
—¿Y entonces por qué a él tendrían que gustarle tus pelos?
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La tercera barrera fue, lógicamente, social. Llegué a Uruguay en pleno verano. En ese punto los pelos a mí ya no me importaban, pero sentía fuerte el estigma. Sabía que la gente me iba a juzgar.
Cuando bajaba a la playa, buscaba algún lugar lo suficientemente alejado de la gente como para que no me estuviesen mirando. Iba hasta la orilla con el pareo y me lo sacaba medio cerca del agua, así no me sentía observada.
Alguna vez me depilé o me recorté o me decoloré para que se notara menos. La primera vez que bajé con mi familia a la playa me dejé el pareo puesto en las piernas porque estábamos en un círculo cerrado y no quería ser el centro de atención.
Con el tiempo, obviamente, me fui acostumbrando a habitar esos espacios con mis piernas al natural. Un día fue sentarme más cerca de la gente. Otro día fue caminar hasta la orilla así nomás. Otro, quedarme de short en un almuerzo familiar.
Y así, de a poco, llegué al punto en el que estoy hoy: ni siquiera me acuerdo de que tengo pelos. Me crecen —abundante— porque así es mi cuerpo al natural. (¿No es curioso que los biologicistas digan con total seguridad las mujeres se depilan, como si eso no fuese un constructo social?) Me pongo polleras o shorts o bikinis sin que se me cruce por la cabeza que tengo pelos.
Con el tiempo, dejé de depilarme las axilas. Contrario a la creencia popular, no tengo más olor. En este punto sigo trabajando; me está costando más que con las piernas. De paso, descubrí que las axilas me parecen horribles, con o sin pelos.
A mi entorno no le di más chance que aceptarlo. El otro día mi madre, a quien lógicamente al principio le chocó todo el asunto, me dijo: “A verte los de las piernas ya me acostumbré”. Y con el tiempo se acostumbrará a todos los demás, como yo.
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Todas las mujeres tienen pelos
Yo soy mujer
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Yo tengo pelos
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Hace poco empecé a laburar y me enfrenté de nuevo a lo extraño que es para la sociedad que una mujer tenga pelos. Nadie me dijo nada, no es necesario, no se precisa un agente activo para que las presiones se hagan carne. Está todo internalizado.
Pensé en depilarme y cortar con los veinte minutos frente al ropero viendo qué ponerme. El día que le escribí a la depiladora me di cuenta de que de verdad estaba haciendo algo que no quería hacer. No es joda, los pelos de mis piernas me dan lo mismo, los miro y siento que son parte de mí y me pegaba en los ovarios tener que sacármelos por factores externos.
Al final no fui. Lo que me convenció de cancelar la sesión fue pensar en mis seis primas chicas. Tienen entre 9 años y menos de 2. Sé que soy la única mujer adulta que conocen que no se depila. Ninguna lo comenta aunque jugamos en la playa y me ven las piernas de cerca, porque para ellas las categorías lindo y feo no se aplican a las piernas. Porque lo ven normal: ellas también tienen pelitos. Porque directamente no lo notan.
Cuando crezcan, si sigue instalada esta presión social por la depilación de las mujeres —vaticino que sí, porque interpela tanto que es uno de los ámbitos con más atraso—, espero que haber tenido a una mujer en sus vidas que tomó otra decisión las ayude, al menos, a cuestionarse antes de meterse al baño a escondidas a usar una Gillette.
Publicado originalmente en Hacer mujer