Decidí ligarme las trompas y esto es lo que pasó
Cuando era una niña, con ese libro patriarcal que nos acompaña al crecer, me veía rodeada por amigas que siempre (o casi siempre) querían jugar “a las madres” cuando nos reuníamos en la tarde. A veces eran esos fríos bebés de plástico que se enseñaban en las vitrinas de las jugueterías, a veces las muñecas de porcelana, a veces los peluches; siempre había alguien que podía actuar el rol de hijo/a.
Por mi parte, prefería sentarme por horas a ver las formas de las nubes, estudiar los puntos cardinales, escribir en mi diario o jugar a sanar esos peluches como si fueran mis pacientes. Había algo en mi interior, algo que simplemente no despertaba interés alguno cuando surgía la idea de jugar a ser mamá.
Los años pasaron y mi idea se volvió una pequeña campana que tocaba a diario en el fondo de mi mente. No quería ser madre, bajo ningún motivo. Rechazaba la maternidad para mí, no la veía como opción ni siquiera a futuro. Y empecé a preguntar y preguntarme qué estaba mal conmigo, por qué cuando todos mis conocidos hablaban con naturalidad y cariño sobre la idea de un día convertirse en padres, yo sentía cierto temblor en mi interior, un rechazo que no podía expresar por temor a las represalias.
Se lo comentaba a veces a mi familia, cada tanto a mis amigos. Los primeros aseguraban que era algo pasajero, “Ya se te despertará el deseo”, solían decir. Mis amigos eran más comprensivos al respecto, pero yo quería garantías, no quería certezas a medias, no quería seguir pisando arenas movedizas con algo tan importante.
Investigué, me informé, y descubrí la ley n.º 18.426 (Ley de Salud Sexual y Reproductiva). La ley es clara y concreta frente a ciertos aspectos: establece la vasectomía y la ligadura de trompas como derechos para los usuarios del sistema de salud y entiende que estos son libres de intervenirse a partir de sus 18 años de edad. Además pueden intervenirse los menores emancipados y también aquellos que tengan autorización de sus padres, tutores o curadores.
El procedimiento de la ligadura es sumamente sencillo y con muy poco riesgo: es una cirugía de tres pequeños cortes (uno normalmente en el ombligo y dos en la zona baja del abdomen), se utiliza una cámara (laparoscopio), se llena de aire para que el cirujano pueda ver mejor el interior y se realizan dos pequeños cortes o directamente la cauterización de las trompas. Es muy normal también que se realice inmediatamente después de una cesárea. Tras esta cirugía, la paciente queda estéril.
Confié en esta ley y con 18 años asistí a una consulta ginecológica para informarme al respecto. La especialista que me atendió se declaró a favor de mis intenciones, pero lamentó informarme que estaba por jubilarse y por ende no podría llevar adelante la intervención. Antes de marcharme, agregó que tendría un largo camino que recorrer, con muchos cuestionamientos y negativas, pero que me mantuviese siempre firme.
El año siguiente me marché de mi ciudad natal para estudiar en Montevideo y allí me afilié a otra mutualista. La idea seguía conmigo, así que antes de cumplir los 20 años, asistí a una consulta ginecológica y volví a preguntar. Las respuestas del médico fueron diversas, todas incorrectas. “¿Te hacen mal las pastillas que estás tomando?”, “¿te olvidás de tomarlas?”, “¿tenés problemas económicos para adquirir anticoncepción?”, “¿te gustaría informarte sobre el DIU?”. Nunca lo entendió. Yo tomaba pastillas anticonceptivas desde los 17 y jamás me olvidé de tomarlas. No se trataba de anticoncepción, se trataba de una importantísima decisión de vida que yo había tomado hace años.
Volví a cambiarme de mutualista y al año siguiente asistí nuevamente a consulta. Llevé la ley impresa, sabía lo que tenía que decir y lo que quería conseguir. Estaba cansada, harta de ser cuestionada. El médico me comentó que él realizaba las ligaduras en la mutualista, era uno de los pocos que lo hacía, pero no estaba seguro de mi voluntad y por ello me envió con una receta y el nombre de un nuevo DIU que estaba en el mercado. Dijo que me hablaba desde la experiencia, de haber operado mujeres de más de cuarenta que encontraban pareja más tarde y se arrepentían de su decisión, cuestionó mi edad, mis motivos, cuestionó todo. Me dijo que volviera un mes más tarde y que esperaba mi cambio de parecer.
Por supuesto volví, con más fuerza y determinación que en la consulta anterior. Seguía sin poder creerme, así que antes de irme me entregó un consentimiento informado, información sobre la intervención que yo había leído miles de veces, y me derivó con otro especialista con la esperanza de que este (de mayor experiencia y años de trabajo), me convenciera de no firmar el consentimiento y escoger otra vía. Con este segundo médico no interactué demasiado, fui al grano sobre lo que quería y le expliqué con claridad que yo concebía a la maternidad como una vocación tan importante como la suya, y que en mí esa vocación jamás iba a existir.
Después de muchos exámenes, varias consultas y muchísimo cuestionamiento, el 17 de marzo del 2018 se hizo la intervención durante la mañana. Me desperté en la sala de post operatorios y dos mujeres que se encontraban allí admiraron con asombro lo sonriente que estaba. “No parece que te hayan operado, estás muy sonriente”, dijeron. Esa misma tarde me dieron el alta.
Llegué a mi casa sintiéndome plena y feliz, sintiendo mi meta realizada, reconociendo los frutos de mi lucha sostenida que tuve que mantener incluso con el anestesista, con los camilleros. Cuando unos me decían que estaba todavía a tiempo de arrepentirme y los otros me preguntaban cuántos hijos tenía, porque de otro modo no era normal que alguien tan joven decidiera operarse.
Pasaron los meses, los años. Al día de hoy tengo casi 24 años y el 17 de marzo de este año se cumplió ya el tercer aniversario de mi intervención. Lo celebro como un logro de vida, como el resultado de no rendirme y no permitir que nadie aparte de mí mandara sobre mi cuerpo. A partir de entonces he tenido consultas de chicas de entre veinte y veinticinco años, interesadas por conocer más de la intervención y a qué se enfrentan en sus mutualistas. Siempre las aliento a no rendirse hasta conseguirlo, a pelear por ello si realmente lo desean. Hay una ley, hay un derecho, y ese derecho es de todas.
Redactora: Gladys
Ilustración: Melanie
Este artículo fue escrito e ilustrado por colaboradoras externas al equipo de Harta. ¡Sumate vos también! Acá podés encontrar un formulario para ponerte en contacto con nosotras.